EL CUARTICO, ¿ESTÁ IGUALITO?

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EL CUARTICO, ¿ESTÁ IGUALITO?

María Elena Cruz Varela

Mucho, muchísimo silencio hubo en mi página. La vida, esa marea que te lleva y te trae, a veces sin más tiempo que el imprescindible para no morir de asfixia, me alejó de  varias cosas y entre ellas, de la atención a este blog. Por ello ofrezco disculpas  y renuevo mis votos. Para este regreso y tratándose de un día como hoy, 13 de agosto y para colmo, martes, decidí hurgar entre mis archivos y ¡vean lo que encontré!

Este artículo fue publicado por el Diario ABC de España el 08-18-1996 en la sección Tribuna Abierta, página 46. Días después del setenta cumpleaños del señor Fidel Castro.

Decidí reproducirlo íntegro y ahí les va, 17 años después. Espero lo disfruten y, además, su indulgencia para la incipiente articulista que era esta mujer por esos años.

CUMPLEAÑOS INFELIZ

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Acaba de cumplir setenta años. El “Narco-comandante. El “comediante en jefe Fidel…

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EL CUARTICO, ¿ESTÁ IGUALITO?

Mucho, muchísimo silencio hubo en mi página. La vida, esa marea que te lleva y te trae, a veces sin más tiempo que el imprescindible para no morir de asfixia, me alejó de  varias cosas y entre ellas, de la atención a este blog. Por ello ofrezco disculpas  y renuevo mis votos. Para este regreso y tratándose de un día como hoy, 13 de agosto y para colmo, martes, decidí hurgar entre mis archivos y ¡vean lo que encontré!

Este artículo fue publicado por el Diario ABC de España el 08-18-1996 en la sección Tribuna Abierta, página 46. Días después del setenta cumpleaños del señor Fidel Castro.

Decidí reproducirlo íntegro y ahí les va, 17 años después. Espero lo disfruten y, además, su indulgencia para la incipiente articulista que era esta mujer por esos años.

CUMPLEAÑOS INFELIZ

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Acaba de cumplir setenta años. El “Narco-comandante. El “comediante en jefe Fidel Castro, acaba de celebrar su septuagésimo cumpleaños con fasto y pompa; rodeado de aduladores y sumisos  que se dieron a la tarea de montar un ridículo tinglado de culto a la personalidad de ese viejo lobo que ha perdido el olfato, devastado por el tiempo, el implacable. Quizá por eso los pobres de espíritu se han atrevido a acercársele. Sin saberlo, ponderan el único logro real de Castro en estos treinta y siete años: haber sido capaz de sobrevivirse a sí mismo. Precario éxito en su larga cadena de fracasos.

Pobre guerrillero trasnochado. Le compadezco infinitamente.

Dice que “Los elegidos de los dioses mueren jóvenes” y aunque no sé en qué se basan los dioses para hacer sus elecciones, creo que es verdad, porque usted, señor “pres-sindente”, a pesar de los esfuerzos que en sus tiempos realizó para hacernos creer que era usted el Mesías iberoamericano –sí, me refiero a cuando andaba por la Ciénaga de Zapata, barbudo, con un rosario colgado al cuello y una Biblia en la mano para hacer proselitismo, seduciendo a los carboneros con las palabras del Hijo de Dios- no pasó de ser un megalómano con cierto sentido de la oportunidad, que no es lo mismo que un acertado sentido de la Historia.

Los tontos de capirote pregonan que el Castropardo “bebe vino, come mucho, fuma habanos y duerme poco…” en resumen: tiene miedo. Se debate entre lo ineludible –su fracaso- y lo inalienable: el derecho de la Is- la   a recuperar su perfil quizá ante sus propios ojos, porque ser cubano, hablar, pensar y escribir en español, es un hecho irreversible, un modo de encarar la tragedia sabiendo de antemano que usted tiene todo el tiempo del mundo en su contra, o lo que es igual: Cuba, aunque mancillada, violada y descompuesta, es mucho más que el período vital de un dictador de pacotilla. La Isla es joven, jovencísima, por eso le ha ganado la batalla. Ella sabe y aguarda. Usted también lo sabe y teme, porque las loas que se entonan en su setenta cumpleaños suenan a canto fúnebre, a telón que se cierra dejándonos en la pupila las escenas finales de una obra dantesca.

¿Cómo no ha de darme pena, ex comandante, ex guerrillero, ex ídolo, ex David, si usted no es más que un hombre que quiso competir con Dios y ahora envejece patéticamente solo?

Duerme poco porque su sueño está rodeado y velado por cadáveres. Pedro Luis Boitel, Alberto Mora, Arnaldo Ochoa… el primero, muerto por dignidad tras una larga huelga de hambre; el segundo, que se suicida de un pistoletazo, dignamente y el tercero, fusilado por usted, que no soportó su digna osadía, encabezan el lúgubre cortejo que atormenta su insomnio. Le observan atentamente en su decadencia, porque usted no tuvo ni la sabiduría necesaria  ni la dignidad suficiente para morir a tiempo.

El Capitán Araña tiene miedo. Acaso también padezca de horribles pesadillas recurrentes en las que él mismo vaga a la deriva en una balsa, perdido en la oscuridad del Estrecho de la Florida, rodeado de fantasmas de todas las edades, sexos y razas… los muchachos de Hermanos al Rescate,  asesinados  a mansalva el 24 de febrero, vuelan, vuelan a su alrededor, pero no le; pasan una y otra vez sin verle porque están enfrascados en ordenar los restos blanquísimos de las veinte criaturas que junto a sus padres trataban de escapar a bordo del remolcador 13 de Marzo cuando fue hundido por la aviación bajo sus órdenes. Pequeñas almas que desde el 13 de julio de 1994 no encuentran sosiego entre las aguas.

En su pesadilla interminable, Castro huye de los Guardacostas norteamericanos, sueña que lo llevan a la Base Naval de Guantánamo por tiempo indefinido y allí, en la puerta del miserable campamento, un enorme piojo y un cebado ácaro lo atrapan para evitar que huya de las plagas.

Fidel Castro, el hombre que no suda. Carne, huesos, vísceras maceradas en una ambición desmedida; el que siempre tiene frío y alguna vez, hace ya mucho tiempo, fue el injustificado mito erótico de algún que otro insatisfecho bellezón de Hollywood, ahora se mira de reojo en el espejo.

Las carnes flácidas, el abdomen abultado que evidencia la suciedad del colon; las manos temblorosas y cuajadas de pecas, la pierna derecha, que a veces le falla, la barba rala encanecida; el mentón corto, titubeante y la voz… su arma antaño contundente, ahora cascada, entorpecida por los constantes sobresaltos que le ocasiona la prótesis dental…

Cansado, el Coma-andante Castro se sienta en el butacón, se quita la eterna gorra que ha marcado su frente y, mesándose los escasos cabellos, piensa. Piensa que el mundo no se lo merece, que ha derrochado energía y talento en esa isla de miserables y desagradecidos que sólo espera a que la vida concluya su faena para empezar la verdadera fiesta nacional. Seguramente le enterrarán con grandes e hipócritas honores, antes, se le acercarán por primera vez  -con la misma curiosidad con que las multitudes de acercan a Mikel Jackson o a Madonna- pero, sobre todo, para comprobar si al fin, de verdad, está usted muerto. Una vez comprobado que esta vez no podrá defraudarlos, empezará la Verdadera Fiesta.

¿De qué sirvió –piensa- haber nacido un 13 de agosto, bajo el signo del León, si hace mucho tiempo que perdió los colmillos?, y otra vez, esa maldita prótesis, siempre floja. Trata de recordar con exactitud el número de hijos que, con otros apellidos, deambulan por ahí, algunos, renegando de su paternidad; otros intentando ganarse sus favores y él, siempre distante, afanándose por mantener un poder que, ahora lo sabe, es ilusorio. ¡Y pensar que una vez llegó a creerse que él era inmortal e incorruptible!

¿Cómo no sentir pena por usted, el mago negro que trató de  doblegar las leyes divinas y ponerlas a su servicio, en función de su inmortalidad? Tanto esfuerzo para esto, ¿verdad?

Usted sabe, el mundo sabe, los que le adulan también lo saben, que, aunque usted batiera todos los récords de longevidad, su conteo regresivo comenzó hace ya tiempo y, de antemano, infeliz coma-andante, ha perdido esta guerra. Nada puede hacer para engañar a las Parcas que velan a su lado, exhalando sus premonitorios olores. ¿Será “eso”,  a lo que se refiere la periodista Arleen Rodríguez cuando escribe que “estar cerca de Fidel Castro aunque sea una vez en la vida otorga una especial fuerza para vencerlo todo”? Quién sabe, porque los cubanos han aprendido a utilizar parábolas y metáforas casi inexplicables para la cordura democrática. Tal vez esa “fuerza” provenga de la intuición de que el final hace años que llegó, aunque no lo hayan descubierto todavía.

Usted, que siempre ha desconfiado de todos y de todo, trata de descifrar las intenciones que se esconden detrás de cada halago; su fino instinto de animal acorralado le dicen que quienes le visitan lo hacen con la emocionada seguridad de hallarse en presencia del último ejemplar de una especie en extinción, el Tirano-saurio de una pequeña isla antillana y eso, lo sé, es demasiado para su soberbia. Le duele haberse propuesto tanto y no haber logrado nada, excepto, ser un espectáculo de museo para esos norteamericanos y esos europeos a los que usted, en pináculo de sus pasadas glorias, intentó deslumbrar con fuegos de artificio.

En sus ratos de lucidez, presiente que el regalo de la muerte física no le será concedido  durante muchos años. No, ¡qué va!, es imposible competir con Dios impunemente. Sabe que deberá avanzar en cumpleaños, que tendrá que retroceder hasta el final mismo de su miseria humana y moral y apurar hasta la hez las últimas gotas de humillación.

Le auguro que terminará defecándose en la cama, con la servidumbre intentando evitar que en su otoño, el Patriarca devore sus propios excrementos. ¿Por qué no?, a hombres mejores les ha sucedido.

¡Ah, Fidel Castro! Qué triste panorama una vejez sin la certeza de que exista alguien que de verdad le ame. Una vejes rodeada de desastres y de esos incómodos fantasmas que no le abandonan, condenándolo a recordar, per seculum secolurum, la asfixia de los ahorcados, el dolor de los torturados, la indefensión de los muertos ante el pelotón de fusilamiento; la pena de padres e hijos separados a causa de su insania. La angustia de esa madre y de su hijita de dieciocho meses que, tratando de escapar de la  locura que usted ha fabricado, murieron ahogadas en el mismo día en que usted cumplió setenta años.  Todos ellos encontrarán la Luz, pero a usted, triste y desolado ex comandante, ex guerrillero, ex mito, parece estarle reservada una larga e intensa estadía en el infierno.

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Los hijos de la Victoria

Los hijos de la Victoria.

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Los hijos de la Victoria

Hoy, siempre hoy, decidí dar una vuelta por el barrio. Calculé el presupuesto antes de sentarme en la terraza de mi cafetería preferida, Los hijos de la Victoria, para tomar un café con leche acompañado por un pinchito de queso. Miré a mi alrededor, delvolví sonrisas, regalé algunas y al poco, la vieja sensación de no-pertenencia se apoderó de mí: no pertenezco a ningún lugar de este mundo, a pesar de que  existen sitios que me gustan tanto como una buena película de la que puedo entrar y salir, quedándome con la sensación de haber visto algo que ya está en el pasado.

Mi preferencia por esta terraza se debe quizá a su nombre, que implica tantas cosas… al principio pensé en lugares comunes tan altisonantes como la Victoria de Samotracia, por ejemplo, pero no, Los hijos de la Victoria son los hijos de Victoria, la dueña, que se afana entre fogones mientras sus  vástagos, jovenes pelilargos  con  los mandiles un poco más abajo de la inocencia, van de una mesa a otra  sirviendo a los parroquianos. Intercambian besos y bromas con todos, menos conmigo, así de lejos debe llegar mi olor a huérfana, a inadaptada,  a extranjera a punto de partir sin nunca haber estado. Claro, pienso, estos chicos son de aquí, del barrio, aquí han crecido. La mayoría de quienes están a mi alrededor fueron testigos de sus primeros pasos, de los brotes de acné, de la primera calada al porro compartido y  del debut amatorio con la vecinita en el rellano de las escaleras.

Con esta rara cualidad de los abstemios adictos a la melancolía, reprogramé la mente y de sus archivos, akásicos o no, brotaron las imágenes de mi experiencia española desde que comenzó en el año 1996. Toda una adolescencia. He vivido muchas españas: la que recién salía de una larga estancia socialista, la que inauguraba su estadío con el Partido Popular; la España deslumbrada por el bling-bling, cuando sus mujeres abandonaron los tonos marrones y se lanzaron al rubio oxigenado, con lentejuelas y  sandalias doradas incluidas. Toda España buscaban la «oportunidad» de arrancarle un bocado a la bonanza para dejar atrás de una vez esos grises períodos de miseria, rastros de la Guerra Civil, la dictadura franquista y el vaivén del péndulo socio político, para integrarse en una Europa que nunca dejó de mirarla como destino turístico,  país de «bárbaros» aficionados a los toros, al flamenco en las Cuevas de Juan Candela, a largas tardes de molicie en la Plaza Mayor y la indiscutible dieta mediterránea, motivo de suspiros para más de un sibarita; la de programa televisivos imposibles para vegetarianos porque solo te sirven picadillo de carne humana; la de personajes pintorescos; la de tintes decadentes; la de científicos y deportistas luminosos;  la del 27; la del 98; la de Goyas, Riveras, Murillos y Velázquez.

Pero un turista nunca llega a saber lo que en verdad se cuece tras las cortinas de estas españas, capaces de esconder sus profundas heridas bajo el  traje de faralaes y secarse las lágrimas con un brioso golpe de mantón.

Los hijos de la Victoria  revolotean entre cañas bien frías y bandejas de calamares a la romana en este mediodía fresco, preludio de otro verano atormentado y una visión reluce ante mis ojos. Veo, por primera vez, que España ha empezado a despedirse, no de mí, si no de ella misma. Bajo la silla siento crujir la acera  y parece que solo yo me doy cuenta de lo rápido que todo está cambiando, de la velocidad con que una vieja sombra fagocita los hábitos más cálidos de España. No sé cuándo la bestia se mostrará en todo su esplendor,  pero si sé que estoy presenciando el principio del  fin. No es fin del planeta, sino el fin del mundo tal como lo conocemos hasta hoy. Tampoco puedo vaticinar si es este un happy end pero, de nuevo, he de verme expelida a un modo diferente de destierro, a un  exilio tortuoso porque, las fronteras  son tan difusas, que no distingo bien a qué debo enfrentarme

Las mesas se vacían y vuelven a llenarse y yo, la mirona, estiro mi café hasta el infinito, con tal de no perderme este retazo de tiempo irrepetible. Diecisite años más tarde, mi vallejiano y terco corazón vuelve a lanzar esta plegaria: «España, aparta de mí este cáliz.» Mientras, por primera vez en dos horas y media, Los hijos de la Victoria, con sus pelos largos, sus caras de niños y los mandiles volando por debajo de las rodillas, se encaminan a dúo hacia la sombrilla que me mantiene a salvo solamente del obstinado sol de mediodía.

-¿Desea algo más la señora?

-Gracias. Estoy servida desde hoy y para siempre. -Digo, consciente de que Los hijos de la Victoria no comprenden qué he querido decirles. Dejo tres monedas de un euro sobre el platillo, afinco los pies sobre el asfalto y me levanto: definitivamente ha llegado la hora de marcharse.

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